Uno nunca sabe el libro que tiene entre
manos, como no sabe según las manos los libros que habrán repasado
sus tardes tranquilas o sus noches; al fin y al cabo uno no sabe nada
o casi nada. Pero a veces llega un libro con su mano muerta y con su
calle de los muertos a remover esa infancia anormal de que nos habla,
o ese crimen muchas veces irónico, un crimen incontable pero
cometido, una novela que es un poema que es una reflexión y que no
es ninguna de las cosas enunciadas. Se pregunta uno tantas cosas
después de leer algo así: ¿cómo prácticamente no había oído
hablar de Agustín Espinosa, cómo es posible que no supiera de
Crimen, de su portada de Óscar Domínguez, cómo es posible? Pero
los amigos están ahí para satisfacer esos escalones que nos separan
siempre de la altura y fue así, por un buen amigo, el que mejor
conoce a Espinosa, que di con Crimen pues me lo envió y pude
disfrutar de su impresionante despliegue de imágenes fascinantes.
Los libros los mido siempre según dos criterios igualmente valiosos;
si los subrayo tanto que el libro se vuelve pura línea es porque el
autor y la obra me parecen insuperables y si sueño mucho en relación
a lo leído, si lo vivo en esa vida olvidada de los sueños
profundos; entonces es que el autor me ha tocado verdaderamente las
fibras, los adentros, los que tanto me esfuerzo en conocer cuando
parecen haber tantas maniobras empeñadas en que me olvide. Crimen
carece tanto de sentido que, a los que no tenemos sentido, nos
resuelve y, a los que lo tienen, posiblemente los remueva hasta ver
lo interesante que puede resultar el puzzle siempre deshecho.
Cuando interiorice un poco más los
sueños que me provocó este Crimen literario los contaré; mientras,
dejo aquí muestra de algunos fragmentos:
Me había dormido entre veinte
senos, veinte bocas, veinte sexos, veinte muslos, veinte lenguas y
veinte ojos de una misma mujer.
Tu clepsidra sangrienta. Con la
última gota de mi sangre se acabará también tu sueño...
siniestro rebaño de ataúdes
alados.
la cena mágina, en la cual habría
de ser yo, a la vez, “maitre”, matarife y comensal enamorado.
Van ladridos de perros detrás de mi
sombra, detrás del sudor caído en el polvo.
Llueve la luz en complicidad con
ecos deseados.
¿Qué temo de esa esquina muda, de
ese portal solitario, de ese hombre alto, que me ha mirado al pasar
como a un tiñoso perro?
Vamos soñando pesadillas por la
vida.
¿Qué sueña el mar estos
amaneceres de agosto para que sea su canto tan tierno tan sutil su
espuma, tan sonriente su azul, tan melodioso su oleaje? Siguen las
alcantarillas desembocando en sus aguas. Neptuno le ha olvidado ya.
Las antiguas sirenas habitan ahora estrellas distantes. Pero el mar
sueña aún no sé qué deliciosos sueños, pues es tierno su canto y
sutil su espuma y sonriente su azul y melodioso su oleaje.
¡Tal nebulosa entre alas de ayer y
cárceles de siempre!
La ventana empezó —¿qué
febrero, qué mayo, qué agosto, qué noviembre?—
a motivar preguntas misteriosas.
Su cadáver conservó durante muchos
días la sonrisa inconfundible de los que mueren intoxicados con
perfumes.
“Usted únicamente, Gustavo Adolfo
Bécquer, novio de todas las muertas bonitas...
Sobre unas rocas frontales se
desmayan las sombras violeta de unas garzas.
una lívida tarde sin proa.
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