viernes, 16 de enero de 2015

Alvite o la palabra hecha tabaco

Ha muerto Alvite, esa clase de hombre para quien la muerte no es más que una mala postura con la que matar el rato.

Hace años un buen amigo me regaló Historias del Savoy por mi cumpleaños, tengo amigos que me quieren mucho: Cuando leí este libro me enamoró su atmósfera, su olor, su música... El Savoy es un lugar en el que la mejor manera de ver es apagar la luz y dejarse llevar... me escribió en parte de la dedicatoria. Atravesaba yo uno de esos momentos en los que todavía fumaba (mucho) y bebía (bastante) y qué mejor que recomendarme a Alvite para mantener la buena racha.

Me entristeció la noticia cuando la leí esta mañana, ya sabía que padecía cáncer de pulmón, él mismo lo contaba en un tweet en septiembre de 2013: El cáncer parece que llama a mi puerta, y aunque me niego a abrir, temo haber dejado la llave en el felpudo.

No sé cómo narices conseguía hacer humor de hasta lo más doloroso. No es que el cáncer le llegara por sorpresa, era un gran fumador, pero hasta para eso tuvo su toque de humor macabro y al mismo tiempo sutil, como era el jazz de su escritura.

Lo hermoso de la mala vida es que en los momentos de aflicción y desesperanza, a las criaturas del arroyo, como a los lectores del periódico, siempre les queda la posibilidad de limpiarse la sangre con la leche del desayuno.

Lo escuché después muchas veces en el programa de Carlos Herrera, era un hombre en cuyo cerebro el ambiente estaba tan cargado que casi no se veía el humo. Empecé por aquella época a escuchar a Coltraine y aprendí a llorar tan bien como Billie Holiday el Strange Fruit que ocupaba únicamente mi corazón. Era la clase de hombre que compra un billete para el primer tren que haya partido.

Otro amigo, muy normal también, nos regaló por entonces un ratón. Y al ratón lo llamé Savoy. Pareció convertirse inmediatamente en uno de los personajes del lugar. Casi todos los días se escapaba de su jaula y, aunque colocamos una barrera metálica alrededor de la misma, aprendió el modo de saltársela. Tras dos intentos de suicidio (le encantaba subirse a las cortinas y lanzarse con toda alegría al suelo cuando andábamos buscándolo), al tercer intento consiguió su objetivo. Se ve que asomándose un día a la terraza, sintió que era un gran momento para intentar aprender a volar. Y voló, como la mayoría de los mamíferos sabemos hacerlo.

Más tarde fue Isel la que me hizo comprender que la distancia más corta entre dos puntos es un bolero. Es una de mis partes preferidas del libro: Un bolero es mi máxima velocidad sin que dé negativo mi corazón. Además, muchacho, no conozco otra manera más elegante de tomar rehenes. No hay preguntas. Tomas a una mujer en tus brazos, muchacho, y no tienes que justificarte. El bolero es una coartada. Os vais al centro de la pista, donde suena más fuerte el sofrito de los pies que bailan, amigo mío, y entonces le haces sitio a su cuerpo en el tuyo. Nunca te habías sentido así. Un bolero es el sitio en el que mejor te sientes desde hace años. Y ella ladea la cabeza en tu hombro y el olor de su pelo perdona tu pasado. Y comprendes que un bolero es la manera de apagar la sed con esa melena río abajo de la mujer cuya respiración redunda en la tuya.

Con el tiempo, aprendí algo más del maestro: Tarde o temprano comprendes que la mejor cualidad de un hombre suele ser una mujer.

A Alvite lo voy a echar de menos, era uno de esos escritores que le cantaba al amor con la infinita amargura de quien ha dejado de creer en él.


Voy a llamar a mi gran amigo, el que me regaló estas historias. Me parece que hoy es un gran día para brindar y pensar que un hogar sólo es una buena excusa para volver tarde a casa.

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