viernes, 8 de julio de 2011

Gastronomía

Hay una película muy curiosa por interesante en la que el protagonista afirma que le gusta la gastronomía pues disfruta de cocinar y de mirar a las estrellas ya que la misma palabra contiene a ambas formas de arte. Este hecho que aparece en el film “Un toque de canela” se podría muy bien aplicar a mí. Me gusta comer, ya lo digo, incluso más que mirar a las estrellas; me gusta incluso aunque no mire al mismo tiempo a los astros; del hecho da buena prueba mi hermosa envergadura. En Andalucía, a los tipos grandes como yo no se les llama gordos, se les dice “hermosoh”, como si tuvieran cierto encanto los kilos de más. Si la cosa ya se va de las manos se suele decir que estás “recio” pero nada de obeso o gordo o rellenito. Yo siempre he estado “hermoso” y es que siempre he tenido buena boca.

Me he criado entre los fogones de mi abuela materna y de mi madre. He tenido la suerte de vivir toda mi vida en un edificio de dos pisos, nosotros vivíamos arriba y mis abuelos en el piso de abajo así que los suculentos vapores de las ollas y el riquísimo olor del aceite caliente rondaban estas dos plantas en sentido ascendente y descendente para deleite de mis apetitosas pasiones culinarias. “Pedro, ven a probáh el arróh… Pedro, ven a probáh loh andrajoh…” y Pedro acudía encantado, de hecho Pedro sigue acudiendo siempre que surge la ocasión; me he hecho el probador oficial de los platos y como conozco los gustos de todos los de mi casa siempre he hecho interpolación para que el nivel de los condimentos esté en la media de todos los presentes paladares. “Le falta sáh, abuela… le falta cayena, mamá…” y estas dos preciosas mujeres me hacían caso añadiendo lo que mi lengua suponía. Recuerdo que en mi casa la cocina siempre ha sido un ritual, lo sigue siendo pero cuando me coloco a mí mismo en la infancia todo parece cubrirse de otro color. Allí estaba la abuela Juana moviendo el arroz con conejo, dejando que los granos se impregnaran de las virutas de color negro brillante de la sangre del animal. Antes de eso recuerdo al abuelo Sebastián cogiendo al conejo de las patas, colocándolo bocabajo y dándole un golpe maestro por debajo de las orejas dejándolo tieso en un instante. Yo lo ayudaba a quitarle la piel y a trocearlo para llevárselo a la abuela y que fuera ella quien nos demostrara lo que era capaz de hacer con él. Nunca fallaba, el arroz le quedaba caldoso, riquísimo… tengo que reconocer que mientras escribo esto se me hace la boca agua de imaginármelo. Ya se me hacía agua antes, me acuerdo que pillaba la barra de pan y metía el codo entero en la olla con el caldo. Me ponía “como el Kiko” como solemos decir allí. Como digo, en mi casa la cocina era el centro del hogar, allí comíamos y charlábamos. Allí pasábamos buena parte del día, yo estudiaba allí y tengo que reconocer que ese ambiente ha tenido mucho que ver con los éxitos académicos de entonces. De hecho creo que si esas paredes hablaran, contendrían buena parte de mi biografía y de la de los míos. Estoy seguro de que mis primeros poemas los escribí de niño mientras respiraba el aire impregnado del aceite de oliva de nuestra cocina. Claro que esa cocina no es como la que yo tengo ahora en Madrid que no está nada mal. Nuestra cocina era como un salón de los grandes. Estaba llena de armarios y para mayor capacidad disponía de despensa. Lo digo en pasado porque aunque siga existiendo ya no lo hace para mí pues no la disfruto tanto como quisiera. En fin, era una cocina colosal del tamaño del piso de mucha gente que hoy habite en la ciudad. En el centro había una mesa enorme donde nos sentábamos todos a la mesa; y nosotros somos familia numerosa. Muchas veces comíamos junto a los abuelos y el tío Alfonso con lo que se puede hacer uno a la idea del hermoso tamaño de que disponía. El salón lo dejábamos para las ocasiones especiales. Hay que decir que éste era aún más grande que la cocina por lo que resultaba aún más especial darle uso. Me refiero a la Navidad, a los cumpleaños y ese tipo de celebraciones. Aquello era una cosa tremenda; éramos capaces de llenar toda la mesa gigante de cosas para comer y aún nos faltaba espacio. Era una exageración pero puedo afirmar que nos lo comíamos casi todo con orgullo. “Un día eh un día” y de ese modo consolábamos el remordimiento por habernos dado la panzada de comer.

Por supuesto, había cosas que no me gustaban. Creo recordar que no podía con las habichuelas ni con las lentejas, no sé por qué pues ahora son de mis platos preferidos. Supongo que mis padres consiguieron que me gustaran a la fuerza. “Pedro, deja de jugáh con lah lentejah,… Pedro… que frío estáh máh malo… Pedro…” Y si Pedro conseguía no llevarse una “guantá” tenía lentejas para cenar y si Pedro no se las comía en la cena os aseguro que Pedro tenía lentejas el día siguiente. Al final uno comprendía que tenía que comerlas y supongo que así empecé a apreciarlas y menos mal. De pequeño uno no se da cuenta de las maravillas que hay en uno de esos platos; no caes en los detalles, pasas por alto la espesura del líquido que los acompaña, no aprecias la labor que ha conseguido que poseas ese lujo ahora sobre tu cara ni te das cuenta del estupendo sabor que hay en cada partícula que lo forma. De todos modos no fui nada malo comiendo, mi hermano Seba sí que fue un trasto; hasta le daban arcadas con la comida que no soportaba; aún hay muchas cosas que todavía no le gustan y por eso soy el primero que se pide siempre ponerse a su lado en las bodas. Menudo atracón de marisco me permito si así puede ser.

No recuerdo platos excesivamente elaborados. Estaban los potajes, que requerían su tiempo, pero no contiene mi memoria episodios de platos colosales por la plena dedicación que requerían. Lo que no faltaba ni falta son los estupendos fritos con aceite de oliva. Eso es una cosa que merece un homenaje en toda regla. Las cosas se freían, igual que ahora pero por Dios que no es lo mismo. Unos huevos fritos, unas habas fritas, unos hígados, las mollejas… todo acababa en un plato que rebosaba aceite de oliva y ajo. Yo seguía mi propio ritual para comer tales cosas: primero mojaba un trozo de pan en el abundante aceite verdoso, de ese modo apreciaba primero impregnados en él los sabores del alimento y sólo entonces lo probaba para mayor satisfacción. Igual que ahora se huele antes el vino yo lo hacía y sigo haciendo un chequeo al aceite que acompaña a la comida. No me falla ese primer encuentro. Lo del aceite es pura pasión, es casi una enfermedad. Yo la poseo, como jiennense que soy de nacimiento, pero lo de mi padre y mi hermano ya es una locura. Uno de los postres favoritos de mi padre consiste en comer chocolate mientras lo acompaña con pan mojado en aceite de oliva crudo. Se come así casi todo, especialmente el pescado frito: se come el boquerón con un trozo de pan bañado en aceite. Por las mañanas se hace sus tostadas con aceite de oliva y sal, restregando antes un diente de ajo sobre la rebanada y luego, no te lo pierdas, pilla y se come el diente de ajo, así en crudo y tal cual. Lo más salvaje es que todos los días en cuanto se levanta coge la aceitera y le da un sorbo sin el menor escrúpulo, ahí ya no llego yo; no sólo eso, mi padre se come el cocido de un modo muy especial, se pone los garbanzos y el resto de verduras sin caldo en un plato, los machaca con el tenedor y le añade un buen chorreón de aceite, lo he probado y está bueno aunque yo lo prefiero en la forma convencional. Mi hermano, por su parte, es lo que decimos “un cocinica”, le gusta mucho cocinar y lo hace muy bien, eso sí, todo bañado en litros y litros de aceite. La última vez que estuve con él lo vi mojar el aceite en una rebanada de pan previamente untada con paté de perdiz también de nuestra tierra. La verdad es que lo probé y es una maravilla para el paladar. Lo más llamativo es que se hace unos mejunjes, siempre con aceite, que son una delicia.

Del aceite de oliva virgen extra de Jaén he de hablar al menos un párrafo más. Es, sin duda, el elemento que considero clave pues así lo ha sido en mi cocina. No concibo prácticamente ningún plato que me merezca la pena que no lo lleve. No estoy hablando, ojo, del aceite que se vende en los supermercados, por mucho que digan que sea virgen y que sea extra y que sea de Jaén; sé de lo que hablo y tengo que especificarlo. Me estoy refiriendo al aceite de color amarillo verdoso parecido a una mezcla de dorado y bronce. Aceite espeso y agrio que hace que se formen posos en los recipientes que lo contienen en su parte más inferior y que desaparece con la subida de la temperatura. Me refiero a un aceite que huele a campo, huele exactamente igual a como te huelen las manos un día de estar recogiendo aceituna; como las gigantescas mamblas donde se juntan los montones sobre los lienzos en el campo. Huele a tierra y a árbol, huele así al natural, en crudo. De pequeños lo comíamos solo sobre el pan, hacíamos una cosa que los cordobeses llaman “juyo” y que consiste en que se coge el codo del pan se le saca el “miajón”, se baña en aceite y se le introduce de nuevo la miga en el interior. Nada más fácil ni más rico. Mi abuela solía añadirle azúcar o incluso colacao, el resultado era espectacular. En mi Andalucía querida las ensaladas rebosan de este aceite y no exagero. Casi toda la comida está bañada en él y estoy seguro de que mi padre tiene más de aceite que de hombre. Hay una película que se llama “Lorenzo´s oil” y bien podría estar dedicada a la pasión de mi padre por este líquido hermoso.

Cuando me fui de mi Jaén natal para venir a Madrid a estudiar eché de menos dos cosas principalmente: a la familia y amigos y a la comida de mi tierra. No es que en Madrid se coma mal; sé que en toda España se come de lujo, lo que pasa es que yo entré a vivir en un colegio mayor, una residencia de estudiantes donde no se comía mal pero tampoco era lo que se cocinaba en los fogones de mi abuela. Las cosas llevaban aceite pero, claro, no era el mismo. Algunos platos dejaban mucho que desear pero fue aquí donde aprendí a comer de todo y a apreciar cosas a las que antes no daba tanta importancia. Luego me fui a vivir con un compañero en mi piso actual y ahí tuve que arreglármelas en la cocina. Nunca se me ha dado mal; reconozco que es muy difícil que alguien haga una tortilla de patatas mejor que yo aunque todo lo que sé se lo debo a unos amigos vascos que son otro pueblo que sabe desenvolverse perfectamente en la cocina. Fue en Madrid donde aprendí a hacer las cosas que siempre había visto hacer de mano de las mujeres de la familia: he hecho el arroz con conejo de la abuela Juana, los asados de mi madre, los postres de la abuela Blasa… todos en plan mediocre al principio pero fui mejorando. Ahora soy otro “cocinica” como mi hermano pero no dispongo de tiempo con lo que muchas veces tengo que conformarme con el cocido y las lentejas que venden en lata en los supermercados o con los tomates que no le llegan ni a la base a los de mi Granada o con, en resumidas cuentas, los productos que puedo adquirir aquí. Los hay buenos, claro está, pero a un precio que ni me planteo gastar para conseguirlos. En mi tierra las cosas son diferentes, claro. Está el Antonio que te da tomates, está el Rules que te trae el pescado a primera hora y casi vivo, está el Kiko que te pone unas tapas para chuparte los dedos o está el Jose que te trae unos conejos que “eso sí que son conejoh”.

Además tengo la suerte de tener a Isel a mi lado. No conforme con llenarme la vida con su presencia también es capaz de contentarme el estómago. Ya me he familiarizado con la comida típica de su país y me como los frijoles como las aceitunas. Hasta hemos inventado algunas tapas mezclando cosas muy suyas con otras muy nuestras: ahí nació nuestro mango con jamón, o nuestras enchiladas con un chorreón de aceite, o algunos postres que nos inventamos sobre la marcha. Estamos haciendo alta cocina de fusión y nos gusta traer a los primos a casa para contentarlos con nuestros inventos. Y no fallamos, la reunión suele durarnos un montón y eso es buena señal.

En fin… seguiría contando… pero me ha entrado un hambre…

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