viernes, 3 de junio de 2011

Promesas

Recuerdo que cuando éramos pequeños, no sé por qué razón, había un momento en que en el colegio nos preguntaban por la profesión de nuestros padres. Yo escribía con mi buena letra de entonces: Mi madre es ama de casa y mi padre es metalúrgico. Siempre escribía lo de metalúrgico con cierta desazón porque no sabía muy bien ni lo que era ya que yo consideraba a mi padre un herrero o un guerrero o algo con un tono más salvaje pero alguien me explicó que metalúrgico sonaba más grandioso y así quedó durante años. En cuanto a mi madre, prefería poner lo de ama de casa frente a “Sus labores”, cosa que me parecía del todo incierta, ya que mi madre se dedicaba a “nuestras labores” y ama de casa se correspondía mejor con su profesión; por cierto, una de las más duras y sin cobrar ni un duro por ello.

A veces me da por pensar en mis hijos porque quiero tenerlos y con Isel, aunque sea por fabricar entre los dos los ojos más hermosos y poderosos del mundo. Pienso en ellos y no sé si alguna vez tendrán que pasar por ese apuro de explicar a qué se dedican sus padres. A mi hijo le diré que ponga en ese papelito que su padre es esclavo profesional y su madre tiene un máster en esclavitud. Es como me siento últimamente y tengo que decirlo para calmarme. Supongo que hay días buenos y malos; yo los tengo malos y luego regulares. Sólo con Isel vivo instantes pequeñísimos que no caben en el recorrido de un segundo a otro y que me llenan de una absoluta felicidad inadecuada hasta para mí. De verdad que últimamente ya no me quedan fuerzas ni tengo ganas y total, para no tener nunca un euro ahorrado porque cuando empiezan a venir las facturas en estampida arrasan contra todo mi trabajo para llenarse los bolsillos con mi pena. Y es que hay cosas que no entiendo; diré unas cuantas, así a botepronto: por ejemplo, no entiendo que en la factura de la luz venga siempre un suplemento para el aparato de medición del consumo, yo creo que con los años que llevamos pagando ese puto aparatito que no vale nada ya se habrá amortizado el dispositivo; no entiendo las derramas, cómo puede tener tantos accidentes cerebro-vasculares un ascensor; no entiendo las contribuciones, por qué tan caras y para qué; no entiendo las tasas de recogida de basuras que nunca han existido y que ahora me vienen en tropel (aquí hago una breve parada para mostrar este mensaje que me acaba de mandar Isel: Qué ganas tengo de que pasen las horas, los días, los meses y poder dejar esta basura de trabajo ); no entiendo, de verdad que no, a cómo está el kilo de tomates cuando sé de buena mano a cuánto se lo pagan al agricultor; no entiendo el hambre de los coches, la poca vergüenza de los políticos, la prisa del concejal por agarrar esa silla mágica que le deja los testículos colganderos; no lo entiendo y prefiero no pensarlo porque entonces toda esta retahíla de ideas dichas así por encima se me meten en el cerebro sin que éste me deje respirar.

Pero el principal problema, tal y como yo lo veo o a mí me afecta, no es ya la herida económica, no, es la profunda y viscosa luxación mental. Al final y después de todo, yo tengo trabajo pero conozco muy bien mis capacidades y pensar en lo que estoy haciendo y para lo que lo estoy haciendo es para llorar tres siglos más o menos. Por pudor nunca digo cuánto gano porque me avergüenza y es que es vergonzoso. Y como estoy tan contento con mi puesto, sigo haciendo entrevistas, todas las que me es posible hacer, como si huyera. Por ejemplo, el otro día, uno de los padres de un chico al que doy clase me dice que pase por su empresa ya que yo dibujo y están buscando a un pintor para hacer unos diseños. No me dijo más; me presento allí y me quedo alucinado, lo primero porque el edificio resulta ser un chalé a todo tren en un lugar bastante caro de Madrid y lo segundo porque los diseños son para relojes de superlujo. Me entrevista un hombre bastante elegante y educado que mira mis trabajos por encima, no le importa nada mi currículum y me dice que regrese otro día con diseños de relojes, con vistas de los mismos desde diversos ángulos. Quedamos ayer y, para ir, yo tuve que cambiar unas cuantas clases para permitirme la cita. No estaba y fui para nada. Y me jodió, porque con la imaginería que me caracteriza ya había diseñado un super reloj donde cambio por completo el mecanismo de los que conozco; claro que estos tíos trabajan con Chopard, Hublot, Ulyssé Nardin y de ahí para arriba, una pasada. Claro que al padre de mi alumno le parecieron horribles los diseños que le enseñé así que guay. Moló mucho porque fui para nada y encima perdí tres clases con la broma. No sólo eso, los últimos tres fines de semana, únicos días en los que encuentro un breve respiro, dejé toda posibilidad de descanso de lado para dedicarme al diseño de tales gilipolleces. Cuando salí a la calle totalmente defraudado me di cuenta de lo poco que encajaría yo en ese mundo porque acabaría haciendo algo absolutamente innecesario y para cuatro ricos que se pueden permitir tales cosas así que, de alguna manera me calmé y me dije que otra cosa será, que ya llegará, que no pasa nada. El caso es que me han dicho que vuelva para enseñarle los diseños al jefazo, cosa que no haré tan pronto como no me sea posible.

Las clases las sigo dando y las doy bien, aunque por dentro arda. Tengo muchos alumnos que en estos días de exámenes finales se vendrían a vivir conmigo si los dejara. Me tienen harto, extasiado, completamente cansado y aburrido. Me reclaman las horas que no tengo, me piden los fines de semana, que vaya a las diez de la noche, que me recoja las ojeras como alfombras bajo los pies para seguir haciendo integrales y derivadas y problemas de optimización. Me dicen que tienen a un amigo que tiene un amigo que quiere que le de clases también. Y eso me encanta, sé que es lo mío; no puedo negarlo, se me da muy bien y me gusta hacerlo pero mi trabajo de verdad, el reconocido ante la ley, el asqueroso me deja tan agobiado que muchas tardes ya no tengo en los ojos la vena de profesor, que me arrastro también ahí, totalmente hundido por el cuestionario interminable al que someto a la mente; acudo puntualmente como siempre sin esa energía de antes, sin ese entusiasmo para la enseñanza; ahora sólo aguanto las estocadas físicas y matemáticas hasta que pasan las horas y puedo volver a casa, mirar de lejos el sofá e ir a la cama para prepararme levemente para otro día igual o peor que el de antes. Las cosas, al menos, tienen su recompensa. Dos chicas a las que llevo dando clase desde que están en 4º de la E.S.O. y que acaban de terminar bachillerato consiguiendo pasar de insuficiente a sobresaliente en los años en que llevo enseñándoles, el lunes se despidieron de mí, bastante emocionadas, ellas y yo, ya que ahora sé que nos echaremos de menos pues se ha creado un vínculo entre nosotros. El caso es que, de repente, me dan un regalito, el cual abro sorprendido frente a ellas y lo abro y es un reloj, pues claro que era un reloj, mucho más bonito que los que andaba yo dibujando para nada días atrás, un reloj precioso que tiene una especie de doble sentido y se rieron cuando se lo dije, porque yo siempre suelo colarme de la hora pactada de mis clases porque me meto en los problemas y no paro hasta que sé a ciencia cierta que la otra persona ya se ha enterado, ya ha visto la luz y ahora los cálculos le resultan de otra manera. Me dieron las gracias, me dijeron que soy un profesor excelente y salí a la calle donde apenas cabía mi cuerpo.

Otro año más, ahora que acaba el curso, he conseguido que casi todos mis alumnos aprueben las asignaturas de ciencias, algunos con notas brillantes, otros incluso me han dejado la sensación de que poco más puedo enseñarles que no sepan ya. Es esta parte de mi vida la que hace que me sienta orgulloso y útil por mis acciones, aunque no esté reconocido en ningún lado; aunque admito que el hecho de encontrarme en este caso a mi bola, por mi cuenta, me resulta aún más interesante. Muchos me dicen que si me gusta tanto enseñar que haga unas oposiciones pero no me interesa en absoluto participar del sistema educativo caótico y sin sentido de aquí. Yo sólo enseño a mis alumnos a pensar, nada de mates o física o dibujo técnico o economía, nada de eso. Yo les abro los ojos, les digo las cosas como son, sin recitar un libro y hacer tres mil ejercicios de lo mismo, una y otra vez y sin pies ni cabeza.

Pienso de veras que el hombre debería esforzarse en desarrollar ampliamente lo que es, en verdad, importante. Estoy hablando de la educación, de la sanidad, de la agricultura, de la ganadería y de la pesca básicamente. El desarrollo tecnológico hay que adaptarlo a la naturaleza y acabar con tanto deterioro del entorno. Hay que gritar tanto que podamos olvidar todo lo anterior y despertar como críos para aprender las cosas bien desde el principio. Nacer libres, pero libres de verdad y no estar siempre jodidos cuando hay de sobra para todos si ponemos nada, sólo un poquito de nuestra parte.

Yo, por lo pronto, me comprometo a seguir haciendo algo importantísimo para el hombre y es la poesía. Prometo amar tanto que se me salga el esqueleto. Y juro que consumiré lo justo y que seguiré comprando en las tiendecitas de San Blas que están a punto de desaparecer, donde sí, todo es un poquito más caro pero donde no me cobran la bolsa ni los tenderos están exhaustos de pasar precios por un sistema infrarrojo. Prometo esforzarme por un mundo mejor. Prometo hacer a Isel la mujer más feliz del mundo sin joyas ni flores ni detallista capital que la arrope.

A Dios pongo por testigo de que no volveré a pasar hombres que me fastidien la poesía.

Prometo ser.

Lo prometo.

1 comentario:

Ilkhi Carranza dijo...

Enhorabuena, Pedro, pienso que tú ya ERES. Si hubiera más profesores como tú, empezaría a mejorar este mundo.

Un abrazo