domingo, 21 de marzo de 2010

Sol@: EL MURO

Nada más entrar al escenario que no es un escenario porque es un muro, sólo que un muro derruido por la constante esperanza del desarraigo y el desconcierto; nada más entrar, digo, al escenario que no tiene escenario sino una prolongación de la obra en la que también se es partícipe si se contempla, nada más entrar, repito, al escenario que eres tú en cuanto sales de él, huele a las lentejas de cincuenta años, las lentejas viejas que o las comes o te desheredan, las lentejas que por ser lentejas son pequeñas, son adoquines de otras comidas, y una sobre otra quizá llegan a ser plato, plato de un actor de cincuenta años, la misma edad que las lentejas, un actor que come lentejas y se ha olvidado del café. Así, José Luis Checa, en una tremenda interpretación, se enoja con los adoquines sucios de su época y muestra, en sus ropajes anticuados, la desesperanza, el desasosiego, el rendimiento al fin del ideal que no vio cumplido, la celebración irónica del desastre que supo prever y que le ha sumido en la soledad vacía de calles del estudio de su “ello”.

Es entonces, sólo entonces, justo en el momento en que los pesimistas como yo nos embriagamos de tal carácter y pensamos en abrirnos en canal el sentimiento hasta hacerlo oscuro y desapercibido ante la realidad oscura y desapercibida que nos muestra, cuando más allá del túnel hay una luz y la luz es joven y la luz es hermosa y la luz nos hace ver el túnel y vemos que la tuneladora que somos nos abre y nos lleva al paisaje que hay más allá de su rodamiento empedernido, empequeñecido en su propia sombra de túnel lleno de colmenas lleno a su vez de laberintos, lleno, por tanto, de escarabajos que se arrastran la mierda... la luz, la juventud, la hermosura que nos choca, que es fotón, la luz que es, quiero decir, Déborah Vukusic.

Y la luz, que por ser luz, se desnuda, y la actriz que por ser escritriz se escritriza, se granula, hace a veces sonreír, hace a veces mermar los muros tapiados, los muros tapados y el actor cicatriza muy poco la herida abierta como un océano y a veces parece un mar y es hermoso verle el velero que a veces parece un barco y acaba siendo siempre un naufragio. Aún así, “ella” le da a “ello” el vino, “ella” le da a “ello” el recuerdo de tiempos mejores cuando solían jugar a ser descubridores de sí mismos y tenían batallas más allá de las utopías y tenían estatuas vivientes para la górgola. Y “ellos”, ambos, los dos, que son líquidos inmiscibles al principio, de repente se mezclan y se traspasan la solubilidad y se contagian repentinamente el azúcar y se dulcifican para volver a ser amargos y gana la amargura de repente pero el combate sigue y “ella” que con tanta facilidad retira el enojo que “ello” le contagia, también se impregna de locura vengativa y de negación para gritar la necesidad de que le dejen respirar, para gritar la fuerza que supera la debilidad, para esforzarse en negar las contradicciones que, como tautologías, le son disparadas sin compasión; y así, de repente, el amor que cae sobre los tableros, el amor que había sido y del cual quedan los posos, todavía solubles en los líquidos que de nuevo se enfrentan, el amor que es un muro porque el muro de Berlín se busca entre el pajar de la historia para ser lógica proposicional contra el actor enfundado en su camuflaje, el amor como muro derribado, el amor, hace las veces de ilusión y posible reencuentro, el amor... se manda en las postales de las despedidas.

Luego aplaudes, aplaudes porque te duele la garganta de gritar, porque sabes que la voz de la poeta se te ha metido adentro hasta dejarte sin respiración, aplaudes porque a penas somos veinte los que hemos gozado de tal actuación, aplaudes como cien, aplaudes por ti y por todos tus compañeros. Aplaudes porque casi te llegó la saliva de José Luis Checa, aplaudes porque te acaban de destruir el muro, aplaudes porque lo acabas de construir de nuevo, aplaudes porque el muro existe pero se puede saltar o andar mucho hasta darle la vuelta. Aplaudes porque las piernas de Déborah Vukusic están hechas de alambre y el alambre está hecho de una alambrada y en la alambrada aplauden las lumbres que bailan lambadas hasta librarse las lumbares. Aplaudes a Déborah Vukusic, parecida al mes de abril. Aplaudes al alambre. Aplaudes porque el piano de Laura Pedreira también ha sido un personaje que daba ideas para evitar el desembarco.

Aplaudes.

Nada más salir del escenario que no era un escenario finalmente porque te lo has llevado adentro porque el escenario eras tú, miras a tu acompañante que lleva a su vez otro trozo de escenario, lo miras un instante porque un ojo cansado te recuerda a José Luis Checa, lo miras detenidamente y ves que la sonrisa es igual, exacta, similar a la de Déborah Vukusic, lo escuchas y nada más le salen teclas muy parecidas, teclas tarareadas al modo de Laura Pedreira y la calle, la calle entera, un minuto, quizá dos, parece dirigida por Alfonso Pindado y la calle es larga como un siglo XX y las aceras de la calle Zurita están claramente rodeadas de sillas, rodeadas a su vez por lentejas, rodeadas, sinceramente, de café.

Entonces, cuando finalmente te llamas Pedro Morillas y sales al “ello” y tu amigo lo flipa tanto que no sabe qué decir, entonces, cenas y regresas a casa sin aire, sin aire.

Antes de dormir y, por si acaso, aplaudes un poco más.

Al día siguiente, recopilas un poco la visita de tu amigo de Granada que vino a verte y sabes que se olvidará de El Retiro, sabes que acabará por no sonarle ni el nombre de Las Kio, confundirá Atocha con el jardín botánico y seguramente recuerde Las Meninas en otro lugar lejos, lejísimos del Prado; pero sabes, por pura intuición, que no se olvidará del muro porque se ha llevado un trozo adentro. Y el muro está lleno de grietas y el muro está solo.

Solo, tan solo que lo aplaudes, te aplaudes.

Nada más escribir esto me doy cuenta de que al toser me salen murallas; es decir, poemas.

Voy a escuchar algo de Pink Floyd.

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