jueves, 7 de mayo de 2009

Un relato: PARPADEO

La vi la semana pasada masticar rítmicamente su ojo; quizá porque su laguna se vio interrumpida por la ceniza humeante de otros labios como dientes. De todas las puertas de su cara prefiero el mordisco de sus párpados porque hay en ellos una clara intención de ser poco vistos y, en contadas ocasiones, de desaparecer para no cegarnos a todos. Estaba allí como siempre, a la entrada del edificio B, colocando los dedos en señal hermosa de victoria mientras acercaba el filtro de su cigarrillo rubio a una de sus ventanas, dejando entrar con delicadeza las humeantes nubes de nicotina y alquitrán en su pecho, que permanecía quieto, aunque de ser bien observado podía adivinarse una palpitación fuerte que le salía de adentro, enfocado a un horizonte llano de estudiantes que llegaban.


Llevaba algunos días preguntándome a mí mismo si el hecho de salir en cada descanso entre una clase y otra se debía a mi compulsiva necesidad de degustar una tapa de cáncer o si simplemente esperaba verla sola como siempre, en aquel rincón que ya nadie visitaba porque era suyo, porque la piedra ya había sido amaestrada para respetar tan sólo las nalgas de ella, las pseudogenuflexiones de sus pies en clara evidencia de nerviosismo. La miraba distraído como deben mirarse los espejos a sí mismos, con una fijación brillante de marco metálico, aburrido de reflejar siempre en mi memoria el cuadro perfecto de su estancia: una mano cruzada en torno al vientre, la otra alzada en clara perversión de quemar sus cabellos más negros que sus pulmones, mucho más lisos que las barbas de los ríos cuando la profundidad es suficiente como para evitar el oleaje; las piernas cruzadas, los ojos al aire y el aire del mundo entero concentrado en sus ojos como debieron concentrarse en la frente de cristo las espinas de su sangre; las orejas semitapadas por la larga cabellera que caía en cascada como los barrotes infranqueables de los presos que lloran desconsoladamente su inocencia.

Me acerqué tímidamente, creí que había muerto porque la facultad entera había desaparecido y me encontraba en el túnel típico de la M-40 muy cerca de la salida a la A-6 donde al final aparecía ella dirección a La Coruña. La miré como deben mirar los cipreses la llegada de seres vivos a la cercanía de los cementerios. Hice lo que suele hacerse en ocasiones como ésta, así que introduje con crudeza de cirujano la mano en mi corazón y, arrastrando lentamente la aorta me sorprendí de su elasticidad, que tardó varios minutos en romperse y permitir, tal y como estaba previsto, la salida a borbotones de mi sangre que ofrecí a ella con sumisa respetuosidad. Su actuación de después fue de lo más hermosa, pues con la yema de su índice recogió con dulzura una gota de sangre que untó con una sensualidad sublime en sus labios. Segundos después me destrozó envidiablemente la vida con un solo parpadeo.

Y sí, así estaba yo con mis elucubraciones, observándola detenidamente de reojo, cuando se me acercó. De ser la distancia que nos separaba más larga hubiera muerto verdaderamente, pero todo ocurrió tan rápido que cuando menos lo esperaba noté que me miraba y que los próximos segundos de su vida iban a enfocarse en la mía: ¿me das fuego?... ¿Que si te doy fuego…? ¿acaso no has visto arder mi alma desde aquí cuando prendí la mecha que cuelga de mis labios, es que no ves mi frente latiente con chasquido de guitarra, no ves en esta pupila concreta concentrado el destello floreciente del comienzo de la vida…? Pues claro que no. Con una confusión terrible busqué en mi bolso el mechero y le acabé dando la calculadora. Ella sonrió y entonces aparecieron alrededor de nosotros montes que se iban elevando con una fuerza escrutadora de dios, dejando la facultad tan alta que apenas podía divisarse, el sol no alcanzaba a llegar a nuestras cabezas pero seguí viendo gracias al sustento que salía de sus ojos cuando en el momento previo de ser mordidos alguna mueca de su estallido se dejaba entrever.

Tiempo después me di cuenta de mi estupidez y volví a buscar en el bolso el maldito mechero que no se dejaba encontrar. Tan tarde como me fue posible di con él, encendió su cigarrillo al tiempo que guardaba la calculadora en su sitio, me dio las gracias y después supongo que debió dejar el mechero sobre mi cadáver.

El caso es que yo no morí o eso creo, lo que me llama mucho la atención es encontrármela a veces en casa, como ahora, aquí a mi lado, quieta y sola como solía estarlo en la facultad adonde no vuelve desde hace tiempo. Le acabo de encender otro cigarrillo pero parece que lo quiere dejar, desde unos días atrás se le consumen completos en la boca sin dar una sola calada. Ya no me gusta tanto como antes, nunca parpadea.

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